Estar a caballo entre el siglo XX y el XXI es una gran tragedia. Algo que deberia ocurrirles sólo a los muy viejos, los que ya ni piensan en ser parte del mundo, o a los muy chicos, llenos de energia para abrazar el futuro.
A caballo entre siglos es un drama para una cuarentona como yo, que además es una enamorada del pasado histórico, incluso el ajeno. Un drama para la que vive en este siglo que recién comienza, pero que ya se caracteriza por una deformación o un franco rechazo de lo histórico y de lo tradicional. Para los en mi caso es más aguda la cognición del cambio, la perdida del lenguaje y la transformación cultural. Mucho más cuando me ha tocado vivir en la era del Internet que sirve de tribuna para todas las opiniones e ideas, por aberrantes que sean.
Es así que aunque en línea proliferen los sitios del estudio de la historia, la percepción de esta disciplina, al igual que la alteración de la memoria y del análisis, está teñida de verdades “alternativas” y “relativas”, adjetivos que acompañan toda idea moderna, aun los conceptos de Bien y el Mal.
La paradoja es que estas verdades por muy relativas que sean, son presentadas como “absolutas” en base al hecho de que generalmente van acompañadas de información que mas parece calumnia y que se mete en el cerebro con el método más agresivo posible. Lo que en Chile se conoce como “tirar la caballería encima”, ya que hoy en día el único argumento viable es “ad baculum”, con garrote en mano, o con bastón como el Dr. House.
Para el navegador inocente, el internarse en el universo internauta es subir por la Torre de Babel. Termina confundido ante la inmensidad e ilegibilidad de ideas que aparentan ser universales pero que en realidad nacen de tabúes individuales y neurosis personales disfrazadas de un termino “erzats “llamado “sensibilidad moderna”. No sólo es artificial la combinación sino que es ilógica en un tiempo en que reina la insensibilidad.
Voy a darles un nimio ejemplo conectado con la literatura y la percepción del pasado. La industria editorial e inclusive el arte de escribir han sido transformados por el Internet. Se publican obras en ediciones electrónicas, y el escritor bloguea y dialoga con su público. Ha surgido todo un nuevo set de reglas y censuras que gobiernan la industria y que nace de la opinión del público, como si éste fuese una masa homogénea. Se cree poder adivinar que le gusta a la gente leer, prestando oídos a las ideas que un puñado de internautas somete a foros, o responde en blogs. Por ejemplo, se cree que la novela histórica debe someterse a las susceptibilidades y preceptos de cuatro lauchas que exponen su opinión en línea.
Hace doscientos años era perfectamente respetable ser dueño de esclavos o dedicarse a la caza de ballenas. Hace 100 años, el matrimonio entre primos, e incluso entre tío y sobrina, era aceptado en la mayor parte del mundo sin vérsele con repugnancia o denominársele "incesto”. Hace 50 años, no era raro que una mujer se casase antes de los 18 años y aunque lo hiciese con un hombre mucho mayor no causaba escándalo. Hace 20 años se podían escribir novelas sobre todo lo dicho, situándolo en su contexto histórico, sin herir “sensibilidades” ni crear la impresión de que se promocionaban las prácticas descritas en la ficción. Hoy, es muy difícil que una editorial acepte una novela histórica debut que describa estas practicas, pero no incluya una censura moral muy adecuada para nuestra época, pero risible en tiempos remotos.
Quizás sea un mal ejemplo, pero es el más cercano a mi experiencia de novelista fracasada. Con lo dicho, no vayan a creer que odio el Internet. No estaría navegando ni blogueando si lo hiciera. Como millones alrededor del mundo he caído en la trampa de la bien llamada “diosa” Red. El Internet es como la morfina: comienza ayudando, nos hace adictos y termina por enloquecernos. La única solución es someterla a nuestras necesidades. De ahí nace este blog.
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