martes, 10 de agosto de 2010
El que esté libre de prejuicios que lance la primera piedra
Hace años leí en el New York Times, un artículo sobre los Justos. Así se denomina a los Gentiles que salvaron judíos durante el Holocausto, a pesar de que su buena acción ponía en riesgo sus vidas y las de sus familias. El autor sostenía la hipótesis de que dos factores comunes explicaban el altruismo de los Justos: una formación moral solida, y amistades con judíos.
Es muy cierto que todo prejuicio tambalea cuando cobramos cariño por alguien dentro de un grupo que nos molesta. Pero la solución al problema de los prejuicios no estriba en hacer amistad dentro de esos grupos, por lo que no aconsejo ni ir a bares gays ni a mezquitas a socializar.
Como mi madre trabajaba en el área de la moda, crecí en contacto con diseñadores, modelos, y artistas homosexuales, incluso travestis. De pequeña aun antes de conocer las dinámicas del sexo gay, yo ya sabía que ellos eran distintos. Como me explicó mi madre: “No les gustan las mujeres. Se enamoran de otros hombres” No necesitaba más para entender. Como venia de una familia excéntrica, y ya me tenía por excéntrica yo, me fue fácil aceptarlos y quererlos.
Mis primeros años de secundaria los pasé en la United Nations International School donde compartí clases con mucha gente del Medio Oriente (persas, árabes y musulmanes) que pronto se convirtieron en mis amigos, a pesar de saber ellos que yo era judía. Mi formación moral, intelectual y emocional se dio en el “crisol de razas” de New York donde aprendí a convivir con todas las fes, y grupos étnicos, por lo que a los 36 años, cuando regresé a Chile me consideraba una persona de mente amplia y carente de prejuicios.
Mi contacto con la homogénea sociedad chilena no sólo fue un shock cultural. Por primera vez me convertí en blanco de prejuicios y yo misma comencé a desarrollar los míos. Era un mecanismo de defensa rudimentario, pero válido. Finalmente, llegué a la conclusión de que en todas partes existen los prejuicios, que lo más que se puede hacer es tratar de dominarlos en uno y no provocarlos en el otro.
Revisando mi “tolerante” pasado me di cuenta que no era tal. Es cierto, yo tenía mucho cariño por los homosexuales, pero por los que sabían comportarse, los que no me ofendían ni con sus estilos de vida ni imponiéndome sus ideas. Además, yo siempre congenié con homosexuales, jamás con lesbianas. Puedo decir, y no es motivo de orgullo, que jamás he tenido amistad con una lesbiana. Trabajé para una, he tenido alumnas gays, pero nunca se dio una amistad entre nosotras.
En NY, mi camaradería con gente diferente nacía de nuestras similitudes más que de su exotismo. Solo después de descubrir que compartíamos puntos en común podía yo interesarme e incluso abrazar costumbres y creencias forasteras.
En cuanto a mi pacifica convivencia con el mundo islámico, tengo un ejemplo que ilustra perfectamente donde radicaba su flexibilidad y su falsedad. A los quince años hice amistad con una chica siria que vivía a una cuadra de mi casa. Íbamos a la misma escuela, teníamos la misma edad, y las dos estábamos tratando de aclimatarnos y de aprender un nuevo idioma. Pronto, éramos intimas amigas. Mi mamá los adoptó inmediatamente a ella y a sus hermanitos a los que recibíamos casi a diario en casa. La madre de M., a sabiendas que mi madre era muy estricta y sobreprotectora conmigo, y que en mi casa no se comía cerdo, permitió nuestra amistad, incluso la fomentó, segura de que su hija estaba en buenas manos.
Así fuimos inseparables por dos años, pero mirándolo con distancia, nuestra relación se basaba en una tolerancia ilusoria. M. venia a mi casa, yo a la suya, pero nunca me invitaron sus padres a comer con ellos o a compartir un paseo. Nunca me ofreció su padre llevarme a la escuela en su auto. M. tenía un hermano que estaba en el ejército sirio y que venía de visita a veces a NY. Cuando lo hacia, ni M. venia a mi casa ni yo iba a la suya. Eventualmente, nuestra amistad se enfrió, y cuando mi hermano y yo decidimos ir a un colegio judío, dejamos de hablarnos y vernos.
Muchas veces nos ufanamos de nuestro liberalismo que nos deja ser amigos de gente cuya etnicidad, religión u orientación sexual es diferente a la nuestra. En realidad, como M., sujetamos esa relación a ciertos parámetros que nos permiten esconder nuestros prejuicios.
Siempre hablamos de prejuicios relacionados con minorías sexuales, étnicas o religiosas, pero los prejuicios son más variados y comunes de lo que creemos. En América Latina todavía hay una lucha de clases que motiva prejuicios entre ricos y pobres. Hay prejuicios laborales contra los jóvenes, los viejos y las mujeres. Yo tengo prejuicios contra los ignorantes, y estos creen que yo soy una pedante con aires intelectuales.
El mayor prejuicio en nuestra abierta sociedad occidental es en contra del aspecto físico de las personas. No sólo se discrimina al feo, al contrahecho, al viejo o al gordo, también existe un prejuicio contra los bonitos. “No hay que salir con un buenmozo que nos la vamos a pasar cuidándolo de las otras” “No hay que tener amigas vistosas porque nos roban los pretendientes”. Nadie toma en serio a una rubia despampanante y se mira con cierto desprecio al metrosexual.
Y mejor no sigo, porque cuanto más se luche por erradicar un prejuicio surgirán cinco para reemplazarlo. Al final, que los prejuicios son inherentes al temperamento humano.
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5 comentarios:
La naturaleza humana es extraña y compleja. Tu posteo probablemente ha molestado a varios a juzgar por los comentarios suprimidos, los que probablente no estaban en muy buenos términos.
El problema es que tuviste el arrojo de colocarlos frente a un espejo.
Hola Vicente,
No, no es lo que tú te imaginas, aunque te agradezco que me lo hagas notar. Lo que pasa es que yo por costumbre, publico todo y estos comentarios incluían correos electrónicos de gente que quería comunicarse conmigo. Ahora ya sé que esos debo rechazarlos para proteger su privacidad y comunicarme en privado. Así aprende una.
Un abrazo hasta el Sur.
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